[OPINIÓN] Una muy singular normalidad sin sobresaltos

I.-

A muy pocos días de celebrarse el bicentenario de la Batalla de Carabobo, que sellaría la independencia nacional, la cotidianidad caraqueña trascurre sin mayores sobresaltos.

En Parque Central, donde vivo, la mayoría de los comercios están abiertos hasta bien entrada la tarde. Podría decirse que se consigue lo que usted busque. Las grandes aglomeraciones de gente, las colas, el desabastecimiento, son cosa del pasado. Los precios de algunos productos pueden variar significativamente de algún lugar a otro. Salvo muy contadas excepciones, todo está dolarizado. Desde que inició la cuarentena se han multiplicado los pequeños emprendimientos que incluyen servicio a domicilio. Antes del coronavirus el cuentapropismo ya marcaba la pauta.

El CLAP distribuye una bolsa de alimentos con periodicidad mensual. La última incluyó cuatro kilos de harina de maíz, dos kilos de arroz, dos kilos de frijol chino, un kilo de azúcar, un kilo de pasta, dos latas de sardinas y doscientos gramos de leche en polvo. El precio ronda los 0,30 dólares, al cambio de hoy.

A muy pocos metros, en el hotel Alba Caracas, se ha instalado desde comienzos de junio un centro de vacunación contra el COVID-19, al que acude mucha gente. La prioridad la tienen las personas mayores de 60 años, y les siguen el personal de salud y las personas con alguna patología. Los primeros reciben una vacuna rusa, la Sputnik. El resto, si tiene menos de 60 años, una vacuna proveniente de China. La mayoría de quienes hacen su cola han recibido un mensaje de texto, indicándoles que han sido seleccionados. Un mensaje posterior les indica el lugar, el día y la hora de la cita. Pero también acude alguna gente que no ha sido notificada, reclamando su derecho a ser vacunada. La cantidad de dosis diarias no siempre alcanza, por lo que algunas personas deben armarse de paciencia, regresarse a sus casas sin ser vacunadas e intentarlo otro día.

También a escasos metros de Parque Central, una estación de servicio expende gasolina a precio regulado. Funciona de manera irregular, dependiendo de los niveles de abastecimiento. Durante las últimas semanas se ha visto poco movimiento. La mayoría de los días ha permanecido cerrada. El tiempo que puede tomar ponerle gasolina al carro es bastante azaroso: con suerte, alrededor de una hora. Por término medio, unas tres horas. En momentos de mayor escasez, doce horas o más. Hay quienes tardan solo algunos minutos: los que pagan en dólares a alguno de los funcionarios policiales o efectivos militares que resguardan la estación de servicio. Al menos en teoría, cualquiera tiene derecho a 120 litros mensuales de gasolina a precio regulado, y puede abastecerse cada cinco días, de acuerdo al número de placa del carro. Estas condiciones no aplican si se tienen dólares suficientes para saltarse los controles o para pagar 0,50 dólares por litro, el precio en las estaciones premium, como se les llama oficialmente.

A pesar de estas limitaciones, hay días de mucho tráfico vehicular, aunque en líneas generales las colas son mucho menos frecuentes que hace unos pocos años. De un tiempo a esta parte se observa una mayor cantidad de unidades del transporte público terrestre. Durante décadas un tema muy sensible para la población, lo que obligaba a la intervención estatal, hoy en día las tarifas las imponen los conductores, quienes las ajustan periódicamente. Las dos estaciones aledañas del Metro de Caracas, Bellas Artes y Parque Central, siguen en funcionamiento, aunque cierran un poco más temprano. El Metrocable de San Agustín presta servicio de manera parcial.

El servicio eléctrico funciona normalmente, con muy pocas interrupciones. Algo similar puede decirse del servicio de telefonía e internet. El suministro de agua potable, en cambio, es bastante irregular, y puede faltar dos o tres días a la semana. Las personas que viven en los pisos más altos son las más afectadas, porque el agua no llega con suficiente presión, y pueden estar hasta cinco o más días sin el servicio. En el propio Parque Central se puede recargar un botellón de 18 litros por medio dólar.

Hace mucho tiempo que desapareció la prensa escrita. La información y la opinión circulan, fundamentalmente, a través de los teléfonos celulares. Los quioscos que antes vendían periódicos se han convertido en lugares de expendio de cigarrillos, café y chucherías. Las tres o cuatro tradicionales marcas de cigarrillos han sido desplazadas por otras seis u ocho, hace un par de años desconocidas, que se venden a un precio mucho menor. Las galletas provenientes de Turquía, más baratas, han invadido el mercado, aunque también es posible conseguir chocolates de marcas estadounidenses o europeas, a precios menos accesibles.

Ésta es apenas una pincelada de lo que ocurre en pleno centro geográfico de Caracas, pero no es, ni siquiera aproximadamente, lo que se vive en los márgenes de la ciudad formal, así como tampoco en buena parte del resto del país. La realidad es también lo que no se cuenta. 

II.-

En la Venezuela de comienzos de siglo la gente común y corriente se habituó a una cotidianidad vertiginosa que, en la mayoría de los casos, fue vivenciada como una experiencia gozosa. Aunque la politización de las mayorías populares no se produjo de manera súbita, así fue percibido por parte importante de la sociedad, para la cual aquellas mayorías se hicieron no solo visibles, sino muy bulliciosas, con la llegada de Chávez al poder.

La onda expansiva de lo que pudiera llamarse la experiencia Chávez alcanzó a impactar con mucha fuerza a la sociedad venezolana hasta bien entrada la segunda década del siglo, cuando una mezcla de grave crisis económica incipiente con violencia antichavista comenzó a trastocar la sociabilidad construida durante la revolución bolivariana.

Que la memoria es selectiva lo demuestran los relatos, a la orden del día, que evitan a toda costa referirse a cualquier mínimo episodio que refiera a aquellos tiempos, nada lejanos, en que tanta gente se sentía plena y feliz, se sabía protagonista, y tenía una confianza inusitada en el futuro.

Una sucesión de humillaciones y privaciones, errores y brutales agresiones, terror incluido, perspectiva cierta y por fortuna conjurada de guerra fratricida incluida, fueron trocando aquel vértigo creador en miedo, dolor, desconfianza, incertidumbre. Los brevísimos momentos de tregua apenas alcanzaban para reunir fuerzas. La calma, cuando la había, era una tensa calma. Luego fue la hiperinflación, con toda su carga destructiva, como si el propósito fuera el trastorno generalizado, que ya nadie pudiera estar en sus cabales.

Si tuviera que nombrar de alguna forma lo que hoy somos, diría que somos sobrevivientes. Con todo, no estoy seguro de que el término nos haga justicia. Tengo mis serias dudas. Justicia sería, a mi juicio, encontrar una palabra que nos describa no como víctimas lastimeras y miserables, incapaces de valerse por sí mismas, sino como hombres y mujeres que hemos sido capaces de seguir adelante, a pesar de todo. Justicia sería poder hablar de nosotros, poder contarnos, sabiendo que estamos incompletos, que nos falta una parte, de nuevo invisible, y que la queremos de vuelta.

¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos!

Puede que resulte muy extraño decirlo cuando lo que impera es esta muy singular normalidad sin sobresaltos. Pero la política no ha muerto, solo se está transformando.

Es cierto que la gente evita hablar de política en las calles, que la pugnacidad de otros tiempos casi ha desaparecido. Es posible que, para decirlo con Bolívar, el enemigo se sitúe en una altura inaccesible y plana, y nos domine y nos cruce con todos sus fuegos. Pero aquel bullicio aún recorre nuestras entrañas, como una procesión. Podrá ser intangible, invisible, pero existe. Y es una llama inextinguible.

Publicaciones Similares

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *