[OPINIÓN] Fui reina por tres semanas: ¡CORONA-virus positivo!

El pasado 7 de agosto, un dolor de cabeza me inmovilizó por casi tres días. Pensé que se trataba de un episodio de migraña o de la arrechera que agarré porque se me dañó la lavadora y el fregadero al mismo tiempo. Al cuarto día, fui a Farmatodo en busca de algún analgésico:

«Señorita no la puedo dejar pasar, usted tiene 38 de fiebre», me gritó la portera con su pistolita medidora de temperatura en mano.

La gente de la cola, la misma que nunca respeta el metro y medio de distancia aunque le coloquen la señalización en el piso, brincó y me mentó la madre.  Me fui cabizbaja, aturdida, apenada y sin el analgésico:

«¿Fiebre? Pero ¿cuál fiebre?», pensaba de forma reiterativa mientras regresaba.

Subí a casa, verifiqué mi temperatura con un viejo termómetro de mercurio bajo la lengua, cual vieja que en medio de su desesperación alcanza a pensar “ay, es que lo digital no sirve igual”. Pero, no. Fueron los mismos 38 grados. Le notifiqué a un par de personas y me encerré en casa.

Siguieron tres días más de fiebre, el dolor se extendió por toda mi musculatura (hasta aquellas partecitas del cuerpo que uno no sabe que existen hasta que empiezan a joder), y de repente, el dato revelador: no me olía ni el jabón Harmony (el más barato del mercado, con su peculiar olor a Kool-Aid) ni el perfumito 212 de Carolina Herrera que llevo años estirando.

El gusto también se esfumó. Tomar café era como beber agua hervida… Y la vida así, sin duda, tenía menos sentido. Esto, en algunas ocasiones, me atormentaba o desesperaba más que el propio malestar. Me sentía absolutamente indefensa:

“¿Cómo es posible que no pueda ni percibir que se me están quemando las arepas?”, me recriminaba a mí misma, como quien no valora sus sentidos hasta que desaparecen y no hay cómo hacerlos volver.

La consulta médica de rigor confirmaba el cuadro: Covid-19. Y la recomendación #QuédateEnCasa siguió aplicando.

“Si vives sola y no tienes problemas respiratorios, quédate ahí. El drama que se vive en los hospitales te pondrá peor”, me dijo el médico.

Medicinas (conseguidas de forma gratuita a través de una institución pública), caldos de pollo, limonadas calientes, jugos por doquier, gárgaras con agua y sal, inhalar el vaporcito del agua con eucalipto, y sobretodo calmarse.

Hice una hoja de ruta de mis semanas previas: sólo había salido a comprar comida un día (a un par de locales cercanos a casa) y a llenar gasolina subsidiada, según el número de placa de mi carro, otro.  Siempre con tapabocas y rociando alcohol por todos lados cual loca en potencia.

Yo me cuidé, me cuidé mucho. Pero pasó. Pasó y no se lo desearía ni a mí peor enemigo. Pensé en mis contactos… Temí haber contagiado a algún vecino en el ascensor o en el pasillo. No dormía pensando en el técnico que vino ese primer día, cuando el dolor de cabeza aún era incipiente, a reparar mi lavadora. De hecho, el viejo debe pensar que me lo quiero coger, porque no he parado de escribirle para saber cómo está, qué tal lo trata la vida, cómo anda esa temperatura corporal, y si por casualidad le duele alguito.

Me sentí irresponsable aunque no lo fui. Tuve varios ataques de pánico… por mi cuadro, pero mayormente por pensar en que mis viejos y seres queridos en cualquier momento pueden ser víctimas del virus:

“¿Cómo estás hija? ¿Cómo te sientes?”, me preguntaba mi madre cada tantas horas al otro lado del teléfono.

“Bien mami, sólo algo aguevoniada”, respondía yo, sintiéndome como la mierda, pensando que me iba a morir, pero intentando evitar a toda costa que su desesperación materna la hiciera aparecer en mi apartamento con dos manojos de ramas, unas para hacerme brebajes milagrosos y otra para sumergirme con ellas en cualquier ponchera más o menos espaciosa comprada en algún abasto chino de la cuadra.

En las llamadas médicas, se hacía énfasis en mi respiración, a fin de calcular si necesitaba o no, una bomba de oxígeno. La sola idea me escalofriaba.  Mis pulmones nunca fallaron, afortunadamente. “De algo tenía que servirme tanto deporte, nojoda”, pensaba con alegría, aunque minutos después estaba maldiciendo: “tanta comida sana, tanta yoga, tanta guevonada, y estoy aquí toda escoñetada, qué fraude”. Tener coronavirus también es un sube y baja emocional.    

Durante mi encierro absoluto, que sobrepasó las tres semanas, extrañé mucho el sol. Entonces, me encaramaba, con medio cuerpo afuera, en mi pequeño ventanal. Casi siempre veía en el patio interno de mi edificio, a seis muchachos jugando futbolito, sin tapabocas, felices, y los enviaba y odiaba al mismo tiempo: “Ellos ahí, siendo irresponsables, yo acá, jodida tras haberme cuidado”. Mientras otros reposan en las diversas Unidades de Cuidados Intensivos del país. Cada uno mide, actúa, y se queja según su barómetro de experiencias personales. “Nadie aprende con cabeza ajena”, suele repetir mi madre, y así es, nos guste o no.

En esa misma ventana, también pensaba que sin mi familia lanzándome (literalmente) mercados de comida semanales en mi pasillo, yo tampoco hubiese sobrevivido, o al menos no hubiese tenido un encierro tan extremo y responsable, pues de alguna manera me habría tocado salir a resolver qué y sobre todo con qué comprar alimentos.

Después de todo, mi cuerpo es sano y noble, y aun en medio de cualquier necesidad, en comparación con mucha gente yo soy una tipa privilegiada. Vencí… y quisiera que todos los resultados positivos tuvieran un final feliz. Hoy, más que antes, siento en el fondo del alma, cada boletín epidemiológico que escucho. Prometo que, en un par de meses o tal vez años, volveré a escribir sobre el final de esta pesadilla mundial que supone una pandemia. Me seguirán leyendo.

Publicado originalmente en Venezuelanalysis.

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Un comentario

  1. Hola Jessica!
    Algunas veces (no siempre) he leído tus artículos y me gusta la frescura y la naturalidad que tenes para escribir.
    Hasta ahora no me atrevía a comentar, solo me quedaba con tus palabras resonando en mi cabeza para hacer mi propio proceso y sacar mis conclusiones… pero hoy dije: Le voy a escribir y ya vas a ver porqué…
    No me voy a extender mucho en mi comentario para no caer muy pesado.
    En la medida que te leía, había partes en la que me sentía totalmente identificado, como por ejemplo en la parte del cuidado personal que he tenido y en la parte de mirar por la ventana y pensar en esas dos formas de sentir al ver a las personas por la calle… También hay otra parte… y es que soy muuuy afortunado de poder contarlo, como por ejemplo; ahora te lo estoy contando a vos.

    A principios de abril me contagié de covid-19 y las 2 primeras semanas pensé que (literalmente) me moría… Si bien, prácticamente nunca tuve fiebre, el resto de los síntomas los padecí todos y fueron tremendos… Fuí positivo durante 40 días y ahora llevo 3 meses que soy negativo, eso no quiere decir que varios de los síntomas se me hayan ido… Pero bueno, tendré que tener paciencia ( y utilizo de forma correcta la palabra) porque aunque soy una persona casi deportiva y sana, las secuelas se hacen notar…
    Lo más importante es lo que decís vos:
    Acá estoy y lo puedo contar!

    Te agradezco cada artículo que subís y agradezco mucho tener la posibilidad de este ida y vuelta!

    Te mando un abrazo grande y a seguir para adelante!!!

    Ernesto.

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