[FÚTBOL] Gramsci, el fútbol y el mundial de Qatar

*Dayron Roque Lazo – La tizza

Cuando apenas comenzaba a popularizarse en Europa ese «juego de caballeros» llamado fútbol, un joven con una pequeña joroba en la espalda — y, por tanto, difícilmente futbolista — , quien vivía como emigrante interno en la industrializada zona norte de Italia, invitaba a los obreros a ir al estadio, exaltando el mundo del fútbol como una expresión de la Modernidad.

En realidad, no había nada de lo que asombrarse: aquellos mismos obreros, en ropa de trabajo, asistían también a escuchar la ópera en plena plaza pública turinesa al terminar su jornada laboral.

El fútbol se presentaba entonces como una alternativa luminosa frente al atraso que suponían los juegos de barajas en las tabernas italianas.

Desde aquella perspectiva «un partido de fútbol es un modelo de la sociedad individualista: se ejerce la iniciativa, pero está definida por la ley; las personalidades se distinguen jerárquicamente, y la distinción se da no por antigüedad sino por méritos específicos; hay movimiento, competición, lucha, pero todo está regulado por una ley no escrita que se llama “lealtad”».

El joven que entonces incitaba a los obreros — además de ir en ropa de trabajo a la Ópera y a ir al fútbol — a, eventualmente, organizarse y tomar las fábricas de la FIAT; también describió con preocupación, ya en 1918, que «el deporte es una actividad difusa de las sociedades en las que el individualismo económico del régimen capitalista ha transformado la costumbre, también ha suscitado junto a la libertad económica y política la libertad espiritual y la tolerancia de la oposición».

Hoy, el que quedaría «patidifuso» sería aquel joven de ver hasta dónde ha llegado el régimen capitalista en transformar la costumbre y ha provocado la caída de eso que llamó «el reino de la lealtad humana».

El domingo comienza en Qatar la edición de uno de los negocios más rentables del capitalismo financiero contemporáneo: el Mundial de la FIFA, el cual — para que no queden dudas de lo que se trata, es una marca registrada de la mafia que lo patrocina — .

El Mundial de la FIFA en el Emirato de Qatar — esa próspera democracia, como todas, de Asia menor — ha matado, solo para dejar listos los ecosostenibles estadios, a una cifra aún por determinar de trabajadores, provenientes, en su mayor parte, de países empobrecidos.

Esos asesinatos, disfrazados como accidentes de trabajo, forman parte del legado del Mundial en un país cuya tradición futbolística antes del sospechoso otorgamiento de la sede, es equiparable a la de otra próspera democracia occidental y cristiana: el Vaticano.

De hecho, el propio otorgamiento de la sede desató en su día las suspicacias, pero no hay nada de lo que asombrarse. Qatar fue patrocinador, durante años, de esa empresa dizque deportiva trasnacional llamada Fútbol Club Barcelona y ello a pesar de las acusaciones de estar financiando también el terrorismo — Qatar, no el Barca, que sepamos — . Las líneas aéreas de Emiratos Árabes Unidos, otra próspera democracia homofóbica, hicieron lo propio con la contraparte del Barca, el Real Madrid. La última Supercopa del Reino de España se celebró en el Reino de Arabia Saudita, donde tienen como sana costumbre la de bombardear a sus vecinos yemeníes, sin que esa cosa gelatinosa e imprecisa llamada comunidad internacional se dé por enterada. En cualquier caso,

lo anterior sería disculpable si solo estuviéramos hablando de cómo el capitalismo contemporáneo ha logrado corromper a tres burócratas mafiosos en Zurich o en Miami, para darle un lavado de cara deportivo a los emires cataríes, y no acerca de la degradación de lo que en su día llegó a ser considerado como un emblema de la democracia, porque se juega a cielo abierto y a los ojos del público.

El fútbol contemporáneo — y, visto lo visto, todas aquellas actividades que alguna vez llamamos deporte — ha consagrado la derrota, no ya de la democracia — aunque sea liberal, que algo es algo — , sino de las ideas mismas de igualdad, libertad y, sobre todo, fraternidad.

El «fútbol» y los «futbolistas» que están en Qatar son la expresión de un mundo donde los goles valen mucho; el placer de meterlos, vale mucho más; el todavía mayor placer de verlos meter, vale todavía más; pero, lo que de verdad tiene valor es la imagen de éxito con la cual las empresas trasnacionales del fútbol promocionan a modernos esclavos que se exhiben en vitrinas que le aseguren a sus dueños multimillonarias ganancias.

Un informe elaborado por la consultora internacional Deloitte & Touche, asegura que el fútbol mueve todos los años más de 500.000 millones de dólares; aunque el dueño de los caballitos, Gianni Infantino — delante de alguien que le sabe al asunto de los negocios, Donald Trump, mientras le pedía convertir al fútbol en parte del «sueño americano» — , reconoció «apenas» un volumen de 200.000 millones. Con la primera cifra,

la FIFA pudiera ocupar con comodidad un asiento en el G-20; incluso, si aceptáramos como cierta la segunda, podría ser considerada para una posible ampliación de los BRICS. ¿De dónde sale tanto dinero?

Como no vamos a ponernos conspiranoicos sobre el carácter mafioso de la FIFA — no hay nada de conspiración, hay varios condenados y juicios pendientes en diversos escándalos al respecto, pero vamos a hablar, de la parte «legal» del asunto — , hay que dirigirse a lo que es: los derechos de televisión y los derechos de imagen de los jugadores.

Unas pocas empresas — encubiertas como clubes deportivos y firmas de mercadeo — se han apoderado de la propiedad de la imagen no solo de los futbolistas mismos, sino de sus cuerpos, sus gestos, sus movimientos, sus deseos, sus escándalos. Esta es la época. Una economía imaginaria que manipula, multiplica, comercializa las imágenes — y ahora te las empaca en NFT, para que creas que tienes algo único — y un mercado capitalista que ha conseguido combinar y corromper el movimiento, la competición y la lucha en el campo de juego, que era patrimonio de todos; y compra y vende las imágenes deportivas que, alguna vez — por allá cuando todavía había deportistas y no contratados — , fueron depósito de la dignidad deportiva y humana.

El resultado es ese gran negocio que los aficionados siguen llamando en todo el mundo — y en esto, todo hay que decirlo, es «todo el mundo» — por una singular homonimia, deporte.

Lo peor del fútbol no es que ya no genera noticias que no sean sobre el «mercado de fichajes» — los periódicos de La Habana ya se habían adelantado muchos años a ese mercado con aquellos anuncios de que una negra de 24 años, robusta y sana, sin tachas ni enfermedades, costaba 300 pesos; un «negrito retinto, criollo, de 16 años, sano y listo» 500 y una buena cocinera, «humilde y fiel, sana y sin tacha», hasta 950 — , o sobre los escándalos de evasión de impuestos de estos patriotas amantes de sus banderas nacionales: es por amor a la patria que la traicionan ocultándole sus obscenas ganancias.

Lo peor del fútbol contemporáneo es que cada vez más, más gente, encuentra sumo gusto en eso — de los 8.000 millones de personas que somos en el planeta desde esta semana, se estima en 5.000 millones la audiencia esperada del Mundial de la FIFA en Qatar, aunque de la cifra se podrá descontar sin problemas mayores a los palestinos que Israel asesine en los próximos 28 días, los yemeníes que mueran bajo los bombardeos saudíes, algún polaco que resulte daño colateral del ejército ucraniano y los que, eventualmente, mueran de hambre en Eritrea — .

Lo peor es que resulte cada vez más apetecible, tan admirable, tan digna de imitación, la suerte de estos esclavos contemporáneos — y no la de los que fueron asesinados en la construcción de los estadios, como antes en la construcción de las pirámides egipcias o la muralla china, por cuyos albañiles se preguntó un día el sarcástico Bertolt Brecht — .

Aquel joven italiano, amante del fútbol y compañero y organizador de obreros que escuchaban ópera criticaba que el juego de cartas de las tabernas era una metáfora de la política: «el deporte también suscita en política el concepto del “juego leal”», apuntaba. En su demostración del atraso que suponía el «juego de la escoba» — un tipo particular de juego de barajas — decía que aquellas partidas «producían a los señores que hacen despedir al obrero que ha osado contradecir su pensamiento en la libre discusión».

Hoy, el fútbol contemporáneo produce a los señores que quieren proteger por todos los medios sus cuerpos, incluso a expensas de los demás, y hacen todo lo posible por vender sus almas.

El fútbol contemporáneo nos recuerda que el que no lo consigue, incluyendo al precio de la indignidad humana, individual y colectiva es un idiota y un fracasado. Si Gramsci, aquel joven italiano que alabó y amó el fútbol, ve este espectáculo en el Emirato de Qatar, solo pensaría que ha caído el reino de la lealtad humana; pero, optimista incorregible como es, también diría: hay que volver a empezar.

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