[OPINIÓN] Gramsci y el progresismo

Actualmente, y de forma aparentemente inexorable, pareciera vivirse en el mapa político mundial una reversión de las aspiraciones democráticas y un giro del imaginario político hacia la derecha. En lo que toca a nuestro continente hemos sido testigos de la entronización de figuras políticas tan poco afables como Nayib Bukele, Jair Bolsonaro o Javier Milei, todo ellos apalancados por campañas mediáticas y sociales con una clara agenda antipopular. A lo anterior se suma la proliferación de grandes movimientos evangélicos de clara inclinación conservadora y reaccionaria en la mayoría de los países de Latinoamérica. Ambos fenómenos tienen una clara conexión ideológica.

A nivel mundial un sondeo elaborado en 77 países por ‘La Encuesta Mundial de Valores’ en el 2022 revelo que poco menos del 47% de la población de las naciones estudiadas consideraba que la democracia era un elemento importante en sus vidas, una disminución respecto al 52,4% medido en 2017. En esta misma línea, el último informe elaborado por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (abril del 2023) señalo que tan solo en 30 países de los 173 países investigados se mantiene una estabilidad estadística en cuanto a la participación en el ejercicio político o en la movilización de la sociedad civil. En el resto se presenta un descenso de estos índices, provocado en algunos casos por la represión formal de los Estados, pero también por la falta de confianza en la figura del contrato social propio de la democracia.

Esta nueva derecha, surgida en tiempos de algoritmos y BIG Data, como afirma Juan Carlos Monedero, es una identidad política surgida de la falta de legitimidad del Estado burgués y la democracia liberal. Esto la hace un tanto distinta a la tradicional derecha, que ha logrado anclarse en la tentativa e inspiración populares, convirtiéndose en lo que Eva Illouz llama una derecha populista emotiva, que no tiene reparo en bajar los impuestos a los ricos, reducir el sector público y aumentar la desigualdad, al mismo tiempo que apuesta por la erosionar de todo tejido social, promoviendo el individuo como único referente político y el enfrentamiento del imaginario colectivo-social.

Esta nueva derecha es resultado histórico de lo que la politóloga Wendy Brown ha llamado el “razonamiento político neoliberal” donde el sujeto político soberano ha dado paso al sujeto convertido simplemente en capital humano y donde su valor no se construye con todos sino contra todos, desde la competencia. Más allá de eso, el Estado y el gobierno, figuras que en antaño representaban las aspiraciones sociales de cambio, se han convertido en figuras de la gobernanza neoliberal. Sin poder, potestad o soberanía.

Esta nueva derecha es al mismo tiempo fruto de crisis del imaginario político de la izquierda frente al escenario de la globalización y el capitalismo tardío. En el caso argentino Javier Milei se posicionó como respuesta al agotamiento del Kirchnerismo, Bukele en el Salvador se impuso ante la crisis interna del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y Bolsonaro ante el envejecimiento y la burocratización del Partido de los Trabajadores. Todos y cada una de estas experiencias políticas se habían enunciado desde el llamado “progresismo” como parte de una identidad política diversa y amplia, formalmente antineoliberales, pero no anticapitalistas, promotores de la protección de los capitales, la propiedad privada y el ejercicio del mercado libre.

Crisis orgánica y el progresismo

Los progresismos surgieron como repuestas a a la crisis orgánica que vivió el sur del continente americano a final del siglo XX y comienzos del XXI, una crisis en la cual, recordando a Antonio Gramsci, las clases dominantes perdieron el consenso político y únicamente podían estabilizarse por medio de la pura fuerza coercitiva. En respuesta, las grandes masas se apartaron de las ideologías tradicionales, promotoras del neoliberalismo y el enriquecimiento de las élites, y generaron nuevas formas de imaginación política. Vivimos lo que Nino llamaba una crisis del bloque histórico y hegemónica.

Los progresismos intentaron generar desde la construcción de consensos multiclasistas y nacionalistas un nuevo bloque histórico con aspiraciones hegemónicas, pero olvidaron un principio fundamental de la construcción de hegemonía que menciona Gramsci en su cuaderno de la cárcel número 13: “si la hegemonía es ético-política, no puede dejar de ser también económica, no puede dejar de tener su fundamento en la función decisiva que el grupo dirigente ejerce en el núcleo decisivo de la actividad económica.”

Ninguno de los progresismos dirigió su internación a revertir las relaciones sociales de producción, a cuestionar la propiedad privada o a trabajar sinceramente en la desconcentración de las grandes fortunas. Terminó fomentando una política que protegía los privilegios y de forma retórica los denunciaba. En lo fundamental los progresismos jamás superaron la crisis que le dieron origen e iniciativa en el escenario político.

Volviendo a Gramsci, podemos citar la famosa frase del del parágrafo 34 del cuaderno de la cárcel número 3: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. El problema fundamental de los progresismos es que nunca fueron lo suficientemente revolucionarios, solo prepararon el mapa político para el surgimiento de esta nueva derecha, más peligrosa y compleja que la anterior. Este diagnóstico también aplica para una cierta izquierda neoliberal que también se ha posicionado en algunos escenarios de forma morbosa. Ambos extremos son simplemente variantes de la inexistencia de política auténticamente revolucionaria, ambas son un callejón sin salida.    

Entonces, ¿qué hacer? El desencanto que hoy vivimos en torno a la política es en realidad un agotamiento de la democracia liberal burguesa, herida de muerte por el propio proceso depredador del capital. La respuesta en tal caso no pasa por renunciar a hablar de política, o las ambiciones de cambio social y económico como los progresistas, si no en reforzar las ideas colectivas de la lucha de clase y sus utopías concretas.

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